Políticas locales de la crítica del arte I. El caso Kurizambutto

Por Javier Toscano

25 de abril de 2013

Los sistemas de nuestro tiempo son flexibles. De muchos de ellos es posible encontrar el talón de Aquiles relativamente rápido, pero es mucho más difícil modificar a fondo las estructuras que, para bien y para mal, hemos engendrado. Siguiendo esta lógica, el sistema del arte funciona sobre un mecanismo flexible de avanzada, es un área de experimentación de la creatividad dentro de un marco económico y mercadológico peculiar: en él se ensayan prácticas de asignación de valor e intercambios funcionales entre sujetos que tienen como única especialidad (y el sistema educativo del ramo se encarga de ello) la de entrever la lógica intrínseca al sistema dentro del cual actúan. No es casual que la forma actual de este peculiar sistema haya florecido después de los ochenta, tras los regímenes de Ronald Reagan y de Margaret Thatcher, que dejaron su impronta en el nivel de los intercambios económicos a escala global. En una época en que se entronaba el individualismo en lo económico, y decaía la valoración de lo social y lo comunitario, el arte pudo justificarse desde un ámbito en el que el egoísmo llevado a un narcicismo extremo constituye una forma eficaz de construcción subjetiva, un terreno que encumbra la pequeña diferencia como innovación, y una jerarquía funcional acostumbrada a la adulación desmedida como un principio de organización que no esconde su simpatía ilimitada por el poder y sus derivaciones simbólicas. En su funcionalidad y eficacia, el arte contemporáneo es thatchereano.

Antes del auge del neoliberalismo, todavía algunas de las prácticas artísticas de los años setenta pensaban que era posible refuncionalizar el sistema, y dieron con las bases de lo que hoy se conoce como crítica institucional. Con más aspecto de reliquia que capacidad de réplica, esas prácticas hoy nos parecen dignas, pero también un tanto ingenuas. Pertenecen a la época en que la crítica pensaba develar un aspecto ideológico que no era a todas luces evidente. Su papel era casi heroico: se generaban disputas que parecían anticipar un número posible de cambios. Pero la derrota de esa forma de pensar fue salvaje, y las cosas hoy son ya de otra manera. Para tratar de describir la nueva situación haré una digresión histórica que trataré de mantener breve.

Hace ya casi 10 años colaboré en un proyecto del Laboratorio curatorial 060 (compuesto en ese momento por Gabriella Gómez-Mont, Sol Henaro, Lourdes Morales, Mariana Munguía, Daniela Wolf y yo). La exposición Repertorio sistemático de consulta rápida… buscaba plantear con ironía algunos mecanismos del sistema del arte, y se inauguró en un espacio independiente de la colonia San Rafael que aparentaba un tono discordante: CANAIA (la Cámara Nacional de la Industria Artística). Uno de los procesos más interesantes de aquel proyecto nunca salió a la luz, pues un cúmulo de presiones mitigaron su difusión. Todo giró a una pieza propuesta por Artemio –Artedefacto (2003)– que en realidad pretendía ser un servicio para espacios de exhibición. El principio era simple: se trataba de generar la posibilidad de producir piezas similares, genéricas, inéditas e idénticas de las de otros artistas conocidos, cuya producción era en realidad bastante fácilmente igualable. Como usuarios del servicio, encomendamos un “similar” de Gabriel Orozco, que estaba en vías de convertirse en el artista preferido del régimen durante la presidencia de Vicente Fox. Lo que el esquema funcional de Artefacto demandaba era que se anunciara en todos los materiales existentes la presencia del artista “asimilado”, con el fin de que se constituyera así un comentario crítico sobre la formación de la originalidad y el valor de los productos artísticos. Pero cuando de eso se enteró el grupo que manejaba el espacio de exhibición –Olivier Debroise, Patricia Sloane, Guillermo Santamarina– la acción crítica se evidenció como afrenta. El pretendido antagonismo entre este grupo y el de Gabriel Orozco y su recién estrenada Kurimanzutto se dibujó más como un asunto de forma que de fondo. A fin de cuentas, todos reconocieron un límite que era imprudente incluso reconocer: el del pliegue de la estructura simbólica del sistema, donde lo simbólico se vuelve un poder efectivo porque de eso se alimenta su propia credibilidad, y con ello toda la cadena de generación de valor. Mientras Guillermo Santamarina buscaba desactivar nuestro dispositivo crítico insertando una pieza temprana de Orozco (un minúsculo cuadro figurativo de un unicornio que Santamarina guardaba en su colección personal) con la que se justificara la inclusión de ese nombre, a mí me tocó, en sentido contrario, averiguar cuestiones de orden legal, con el fin de pensar todos los escenarios y poder imaginar en conjunto las consecuencias. Fuera del ámbito del arte, en el mundo real, legal, todo estaba a nuestro favor. Pero Artemio fue quizá más prudente, y anticipando las consecuencias, prefirió desistir. Al final, el unicornio se acompañó de tres fotografías de sello orozquiano que se exhibieron sin mucha explicación de por medio, usando a medias un servicio que nunca volvió a ofrecerse.

Algunos años después, Miguel Ventura inauguró el MUAC de la UNAM con su pieza-exposición Cantos Cívicos (2008), en la que se volvió a dibujar ese mismo límite de la transgresión crítica –y al hablar aquí de transgresión no hay que tener en cuenta una forma absoluta, sino sólo sistémica– en la esfera del arte. La instalación integraba dentro de su laberinto una sección en la que se mezclaban personajes del mundo artístico con socialités del país, lo que denotaba la cercanía del arte con los círculos del dinero y el poder, y generaba cuestionamientos certeros en los que se asomaban ciertas latencias habituales. Pero dentro del asunto que nos concierne, quizá más puntual que ese mismo proyecto tan difundido y debatido, fue el video NilcStac (2010) el que utilizó una estrategia abrupta, tergiversó de nuevo, sin volver irreconocibles, los nombres de ciertos personajes del mundo del arte –entre los que aparecían remedos de Patricia Sloane o Graciela de la Torre– y fue presa de un cúmulo de ataques que criticaban la “personalización” de la diatriba de Ventura. Una estrategia similar dio con otro video de estética parecida, el Mexican War Fair (2010). En este caso, el curador que había encargado la producción de la pieza, Alfons Hug, terminó por retirar el video de la itinerancia de la muestra en la que se había incluido (Less time tan space, con la que se conmemoraban los 200 años de las independencias de los países de las Américas), argumentando para ello una escueta “libertad curatorial”. Pero si bien su argumento no trascendió tampoco el ámbito de lo meramente personal (“el ejercicio de su propia libertad”, como le explicó a Ventura), la falta de una agudeza crítica de lo que la pieza implicaba en la utilización de sus personajes bufos y grotescos cercenaba la posibilidad de toda comprensión.

Lo que resultaba perturbador en la lógica artística de los procesos de Artemio y Miguel Ventura era la utilización de la parodia y el sarcasmo para desmontar no lo que es secreto, sino lo que es sabido o intuido por varios. Si la táctica de la crítica institucional de los setenta se mantenía bajo los límites de la etiqueta minimalista, e incluso en los casos más atrevidos, como formulaciones de una ironía general de las instituciones, la parodia y el sarcasmo reconocen que los sistemas están creados por hombres, los cuales ocupan en ellos posiciones de poder que van más allá de lo meramente simbólico. En otras palabras, ambos recursos operan sobre referentes compartidos que otros reconocen, y sólo por ello es efectiva –al menos en el grado de ser comprensible– esa crítica. En ese sentido, la parodia no es un argumento crítico ad hominem, personalista, sino que se basa en el hecho de que una persona constituye una figura pública, y de que como tal conforma parte del sistema. La parodia no hace una mímica sobre la vida privada de estas personas, sino sobre sus rasgos públicos. Es así un tipo de crítica que monta un doble para exacerbar sus defectos, y frente al espejo, urgir a la reflexión. El sarcasmo, por su parte, llega a los límites del escarnio sobre la persona en la que se focaliza, pero sólo porque éste se ve como la última salida de un sistema que se niega a reinventarse de otro modo. En una época en que la crítica institucional es ya inocua, el sarcasmo es muchas veces burdo, pero incisivo. Tanto la parodia como el sarcasmo tienen raíces más fuertes en culturas que tienen menos temor a lo impuro, y que por ello pueden tender al recargamiento, a lo barroco, así como en ámbitos en los que las instituciones son más deficientes. Y ambas también son sólo posibles en sociedades con un mínimo de apertura que se ven obligadas a aceptar que el debate y el disenso no sólo implican la expresión de ideas, sino también intensas emociones de antipatía. Por lo demás, su función dentro de un sistema es muy específica. La crítica institucional tiene aires de protestantismo anglosajón y germano, sus piezas son manifiestos que llaman a mejorar una falla; por el contrario, la parodia y el sarcasmo son trágicos, parecen estar convencidos de que con su proceder lo único que hacen es destacar lo que parece ya irremediable.

De estas prácticas es de lo que trata la apuesta de Kurizambutto. Montando distintas páginas en medios sociales, este proyecto genera una crítica sobre una parte importante del sistema del arte, aquella que tiene un modus operandi comercial-simbólico de rasgos parecidos. Como es evidente, Kurizambutto quiere replicar en el nombre un ejercicio galerístico conocido. Eso le permite estructurar una fachada lúdica desde la cual generar un número de comentarios a veces evidentes, a veces ácidos, siempre humorísticos. No es posible estar abiertamente de acuerdo con cada uno de los desplantes que los participantes anónimos de este proyecto llevan a cabo, pero tampoco es eso lo que ellos buscan. Que sus anotaciones son efectivas puede verse por el número de ataques cibernéticos que han sufrido desde poco después que su perfil en Facebook comenzara a funcionar. Quejas, denuncias, inhabilitaciones, bloqueos de cuentas. Se les acusa de todo: violación de copyright, racismo, ataques personalistas. Una de sus prácticas habituales es generar memes de obras de artistas conocidos, es decir, de producir apropiaciones, y utilizarlas dentro de eslóganes de batalla. Esto que es una práctica usual dentro del arte contemporáneo, se vuelve herejía cuando se dirige contra el propio sistema que lo promueve. Kurizambutto empezó a funcionar poco después de que el régimen panista de Felipe Calderón le otorgara apoyos a galerías privadas por hasta un millón de pesos (cf. www.proceso.com.mx/?p=324990). Si en pos del bien público el gobierno hubiera pedido que algunos de los beneficios a los artistas redundara en un disfrute público de esos bienes simbólicos, Kurizambutto, en tanto práctica ciudadana, no tendría que preocuparse por asuntos de derechos de autor patrocinados por la derecha.

Kurizambutto es una respuesta que surge del ingenioso aprovechamiento de las posibilidades tecnológicas disponibles hoy en día. Claro que su estilo tendrá que renovarse con el tiempo, si no quiere convertirse en pastiche de sí mismo. Pero por lo pronto, el gran número de participantes en las discusiones y comentarios da cuenta de cierta vitalidad.  Yo me atrevo además a pensar que uno de sus componentes más efectivos es la decisión de anonimato de sus operadores. Si no fuera por ese parapeto, su funcionamiento estaría en riesgo, al igual que el futuro de aquellos que lo llevan a cabo. Si bien nunca he escrito un texto de manera anónima, creo que hay motivos suficientes que pueden llevar a ello. Kurizambutto publicó un mail filtrado que Amor Muñoz, una artista joven, le envió a uno de sus propios alumnos descuidadamente en respuesta a algún altercado: “nene, hay que ser políticamente correctos, uno no sabes que puede pasar (sic)… imagina que apliques al fonca y me toque ser jurado…”. (cf. kurizambutto.tumblr.com/)(Para quienes no lo saben, el fonca es la agencia gubernamental que otorga apoyos a la creación en todas las artes). Si bien hay que verificar a fondo su veracidad –un asunto que no es menor entre las redes sociales–, la respuesta, mitad amenaza, mitad chantaje, de Muñoz, es ingenua, pero también preocupante. No porque haga uso de un argumento ético cuestionable, sino porque su coacción pregona una práctica que puede esperarse entre los agentes de este sistema. Frente a cierta decadencia ética, el anonimato es un resguardo, tal como se mostró en buena parte del siglo XX entre regímenes totalitarios de mayor calado. El costo de salir de ese anonimato es el sacrificio. No se trata de un sacrificio ritual, sino de sus variantes modernas: ostracismo, exclusión, expulsión de ciertos recintos, recisiones de contrato. El fin último de este tipo moderno del sacrificio, como escribe René Girard, es “eliminar el disenso, las rivalidades, las querellas entre prójimos… es la armonía de la comunidad que a través de él se restaura, la unidad social la que se refuerza” (La violence et le sacré, 1972, p. 19). Con el fin de mantener su continuidad y su consistencia, el sistema demarca ciertos límites cuya trasgresión se castiga de manera ejemplar. Todo esto fue lo que hace muchos años Artemio intuyó, y hace algunos menos Ventura sufrió. Así que no se puede pedir transparencia en donde no existen estructuras democráticas en marcha, en donde rigen ciertas jerarquías simbólicas-efectivas, en donde las decisiones que se toman y los contratos que se firman se llevan a cabo entre oligarcas a puerta cerrada. En el régimen neoliberal-thatchereano que priva en el medio del arte, el anonimato de la denuncia es apenas un medio de contención para evitar la realidad de las represalias.

Y con todo, lo trágico del funcionamiento de este sistema no se halla ahí. Como ya sugeríamos antes, la parodia funciona ahí donde los referentes son comunes. Con un código compartido, todos saben más o menos que en el arte contemporáneo “el rey está desnudo.” Pero la lógica aquí abandona la del cuento infantil. El desenlace del argumento se trastoca: “si el rey es el que está desnudo, desnudándome seré rey”. En el mundo del arte, hasta los neófitos intuyen las reglas. Pero lo que eso produce no es una actitud crítica más sofisticada, sino una larga fila de admiradores convencidos que esperan eternamente su turno con la esperanza de poder un día ser parodiados. Varios de los nuevos artistas “rebeldes” de las escuelas de arte del país funcionan como los peones que comienzan a transitar ese camino. Quizá no queda sino llorar, o reír de puro sarcasmo. Parece que entonces habrá material que nutra Kurizambutto para rato.

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5 respuestas a Políticas locales de la crítica del arte I. El caso Kurizambutto

  1. Quê buen artículo. Te felicito por explicar todo el contexto detrás, muy útil para quienes no viven en México. Qué tristeza enterarme de la adjudicación de fondos a galerías privadas… El Calderonato dejó su copro-huella por todos lados.

  2. christopher dijo:

    muy buena nota Javier Toscano

  3. artemio dijo:

    En realidad no desistí. Esa decisión fue colectiva. Y si recordamos bien, fue mejor todo lo generado que las obras

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