Regulación

Por Diego Beas

22 de diciembre 2010

La Comisión Federal de Comunicaciones se sentó a debatir y aprobar ayer un tema que no por aburrido o burocrático es menos importante. Todo lo contrario: en la era de la información, de WikiLeaks y la comunicación oblicua, se erige como uno de los principales frentes de batalla que redibuja la forma del mundo que viene.

Me refiero a la discusión de la neutralidad de la red y la aprobación en Estados Unidos de un reglamento que por vez primera otorga al Gobierno una serie de prerrogativas y competencias sobre cómo regular Internet.

Quizá no es la noticia más emocionante que sale de Washington en los últimos días; pero sí es una que dará mucho de que hablar y será la punta de lanza que siente un modelo legal y marco regulatorio para el resto de los países sobre el papel que deben jugar los gobiernos en la regulación de la red.

La discusión que precedió a la reunión de ayer fue larga, compleja -tanto en cuestiones de infraestructuras técnicas como de tecnicismos legales- y estuvo marcada por el empuje de dos grandes fuerzas que se pueden resumir en dos grupos: proveedores de servicios en la red (Google, Skype, Amazon, etc.) y las compañías de telecomunicaciones que proporcionan la conectividad.

Los primeros, tradicionalmente, se han suscrito a los principios de lo que se conoce como Net Neutrality. Un término acuñado por el académico Tim Wu que aboga por una red en la que no se distinga de manera alguna sobre el tipo de contenidos que viajan por Internet. Es decir, cuenta de la misma manera la página de una gran corporación que una página personal que los datos de una llamada de voz que un sitio de contenidos pornográficos. No se diferencia. Punto.

Las compañías de telecomunicaciones, en cambio, intentan llevar agua a su molino y cambiar el papel de sólo proveedores de infraestructuras que permiten la conectividad a todopoderosos «gatekeepers» que determinen cómo y qué tipos de contenidos se intercambian por sus redes. Dicho de otra manera: mientras Internet fue cosa de pocos, les satisfacía proveer el acceso y cobrar por él; sin embargo, ahora que por la red pasan buena parte de los asuntos públicos, quieren ejercer un nuevo tipo de poder.

Hasta la llegada de la Administración Obama a la Casa Blanca a comienzos de 2009, los proveedores de acceso hacían lobby en Washington por conseguir lo que algunos llaman una red de dos velocidades: una con grandes autopistas y rápida interconectividad -reservada a aquellos que pagan más-; y otra pública y abierta por la que circula -a menor velocidad- el resto de la información.

Una trampa que haría estallar en pedazos Internet y que nos llevaría por el mismo camino a través del cual se reguló el sistema telefónico en sus inicios -de tal forma que se crearon monopolios que el Gobierno tuvo que enfrentar, combatir y eventualmente partir-.

En el caso de la red el Gobierno intenta mediar entre estos dos intereses y llegar a un punto de acuerdo que le permita comenzar a establecer reglas claras en el futuro. Porque, lo aprobado ayer, es sólo un marco regulatorio general sobre el que se tendrá que trabajar durante los próximos años.

En esencia, el acuerdo alcanzado impide que los proveedores de servicio discriminen en contra de contenidos considerados legales; a cambio, se hace una concesión que muchos consideramos demasiado grande: la de distinguir Internet móvil e Internet fijo. Esto es, separar la forma en que se accede a la red: si se hace por dispositivos móviles, aplicará una regulación; si es por dispositivos fijos, otra.

Se trata de un primer paso que para algunos, incluyendo Tim Berners-Lee, uno de los padres de la web, es un mal necesario. Se tiene que comenzar por algo y aunque la regulación aprobada por la FCC no es la ideal, sí permitirá poner los cimientos de un andamiaje legal que garantice la unidad y funcionamiento de Internet.

El debate, en suma, no es asunto menor; ni tampoco interés de sólo un puñado. En el fondo se está debatiendo cómo, de qué formas y bajo qué principios tendrá lugar la vida pública del siglo XXI. Los Gobiernos del mundo entero deberían poner mucha atención sobre cómo se desarrolla y resuelve este debate en Estados Unidos. Pronto les pasará factura.

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